En el piso inferior del Museo nos quedaremos sorprendidos ante la representación del pesebre napolitano que cubre, aproximadamente, veinticinco metros cuadrados y está, sabiamente colocado por la coleccionista, en un espacio que permite al visitante entrar dentro de la escena.
Por lo tanto, se encontrará según la tradición, toda la teatralidad napolitana típica del pesebre del siglo XVIII con una infinitiva serie de apariciones de figuras, la mayor parte entalladas en madera, con cabezas, manos y pies en arcilla; de animales y de una variedad de objetos (vestidos, joyas, ajuares, terminaciones, etc.).
La importancia de este pesebre es, seguramente, se haber reunido en muchos años, la espectacularidad de la representación considerando el mismo culto dictado por la tradición popular.
Por consiguiente, la coleccionista ha vuelto a dar vida, con mucho encanto, a una tradición completamente italiana y partenopea, pero subdividiendo las varias escenas y los protagonistas con un preciso orden en modo que el visitante pueda capturar en cada uno de ellos los detalles.
A su alrededor, por lo contrario, se desarrollan escenas de vida placentera que son, precisamente, profanas.
Los dos momentos antitéticos, de todas formas, están unidos en la narración histórica, por la cual San José y la Virgen María, en búsqueda de amparo, fueron rechazados de la taberna y tuvieron que ir buscando otro lugar seguro y alternativo. Desde que fueron realizados los primeros belenes la escena del nacimiento fue reproducida, de hecho, en el interior de una cueva transformada más tarde en el comedero humildísimo de un establo.
Más tarde, quizás para subrayar el triunfo de la religión cristiana ante el paganismo, la Sagrada Familia fue colocada entre las ruinas de un antiguo templo clásico.
Lo más importante de este belén es haber tenido reunidos, a lo largo de muchos años y sin duda alguna, lo espectacular de la representación, teniendo en cuenta la exacta función que procede de la tradición popular.
En oposición a lo sagrado, así, surge el triunfo de los vicios puesto en la escena por medio de hombres jugando a naipes o de fiesta alrededor de una mesa, mientras que el cantinero y la escultural cantinera, que siempre lleva ropa escotada, les sirven comida y vino de todo tipo, a menudo junto a músicos que tocan la mandolina.
En los dos casos, de todas formas, los protagonistas son siempre hombres comunes, humildes, que representan la vida de todos los días en 1700, cada uno retratado mientras pasa el rato o desempeña su trabajo.
El dualismo sagrado-profano se resuelve de manera armónica en la representación de Nàpoles en 1700, donde el elemento religioso, presentado a veces de manera impasible como en algunos países del Norte de Europa, acaba siendo arrastrado por la vehemencia auténtica y folclórica de la gente del Sur, que añade entusiasmo y humanidad a la toda atmósfera del belén.
La coleccionista asà ha devuelto vida a una tradición totalmente italiana y partenopea, con gracia, colocando por otro lado las escenas y los protagonistas en un orden preciso, de modo que el visitante pueda apreciar las caracteràsticas de cada uno de esos.